El Cuervo (Alex Proyas, 1994)

Enviado por Cuericaeno el Sáb, 02/10/2010 - 04:55

”Antiguamente la gente creía, que cuando alguien muere, un cuervo se lleva su alma a la tierra de los Muertos. Pero a veces sucede algo tan horrible, que junto con el alma, el cuervo se lleva su profunda tristeza, y el alma no puede descansar. Y a veces, sólo a veces, el cuervo puede traer de vuelta el alma, para enmendar el mal.”

Películas de acción cuya raíz argumental es la venganza se han hecho muchas, demasiadas diría yo, pero muy pocas veces un director ha logrado combinar la ambientación, encuadre, texto y ritmo más propicios para convertir la escenificación de ese crudo instinto del ser humano que es el “ojo por ojo, diente por diente” en una insigne obra maestra, sin que esta vez el fin justifique los medios, sino los medios tan cruento fin.

Alex Proyas fue uno de esos hombres, adaptando al celuloide una leyenda del cómic underground que fue El Cuervo (James O’Barr, 1989) para redimensionarla a escalas sublimes, con un criterio de ejecución más propio del videoclip por su estética y dinámica, pero dotado del verbo y metraje de un filme.

El cuervo picotea en la lápida y ésta responde a la llamada de la vida (o de la no-muerte), rugiendo la losa contra el fango hasta que emerge nuestro protagonista, Eric Draven (Brandon Lee), que tras culminar tan ardua tarea de autoexhumación, se retuerce en un lastimoso grito que se suma en la distancia al ruido de los disturbios de una ciudad incendiada por aquéllos que pronto rendirán cuentas con el resucitado.

Uno a uno irán cayendo, cada muerte será distinta, incluso artística, como una performance. Diferente cada ajusticiamiento, pero llevando la misma firma, bien sea trazada con sangre o con fuego, y esa rúbrica no es otra que la silueta rupestre pero majestuosa de ese córvido en pleno vuelo, el que presta su vista a su dueño para que éste rastree y cace a su primer objetivo. El improvisado cetrero de tan negro guía sigue a su nueva mascota a través de la noche, saltando el atlético hijo de Bruce Lee de azotea en azotea mientras suena el tenebroso Dead Souls de Joy Division por Nine Inch Nails, un hilo musical más que apropiado para tal acecho. Escena para los restos, dicho sea.

Por su tan cuidada fotografía, cada acontecimiento sucedido en la cinta toma relieve con su respectiva instantánea para el recuerdo, su correspondiente fotograma crucial: La brumosa ciudad iluminada en rojo, la catedral y su aura de lluvia… Al mismo tiempo, es presentado un montaje exquisito, pasional y magistral, por la forma en que son fundidas entre sí ciertas escenas, cobrando la que se va desvaneciendo mucha más carga emocional por la forma en la que la siguiente escena se siente llegar, ayudando mucho en ello la música (no olvidemos la grandeza de su banda sonora y los grupos que la acompañan). La guitarra eléctrica que el solitario protagonista toca desde una azotea es una de las artífices principales para que dos escenas concretas cuenten con ese plus de emoción mencionado, potenciando el valor que ya de por sí tienen tan carismáticos textos, que aunque algunos algo coloquiales, cobran profundidad al verse envueltos en el contexto y suceso que entonces reina, y que los realza al rango de cita célebre para el cinéfilo.

El grado de subjetividad y de amor de cada uno hacia este largometraje influirá en que los vellos se ericen más o menos ante frases aparentemente insustanciales, como la que pronuncia en cierto momento el secuaz más frío y cercano al gran jefe de los villanos del film:

”Funboy también dijo que había visto un pájaro, negro y grande, después se ahogó en su propia sangre. Le diré al portero… que suba.” (muy señorial da media vuelta mientras se pone serenamente el sombrero -suena una triste melodía de guitarra que presenta la siguiente escena-).

Esa frase pausada y cómplice con la que concluye, sugiere con la frialdad y carisma del mejor Tarantino que alguien debería subir para limpiar los restos de una atrocidad que acababa de efectuarse. Después, y al otro extremo de la ciudad, toma contraste la calmada tristeza de Sarah (Rochelle Davis), una niña que fue acogida en su tiempo por el músico asesinado y que al percatarse de la presencia de éste como fantasma, lamenta el no poder volver a ser su amiga (”porque yo… estoy viva”). Antes de que concluya esa frase final de la chica, va emergiendo de nuevo la misma sesión guitarrística a cielo abierto del rockero resurrecto, pero captada esta vez en plena transición hacia fraseos más aguerridos e intensos, cambiando la serena melancolía de la melodía inicial por la repentina ira de su intérprete al recordar todo lo que le fue arrebatado. Es hora de buscar al siguiente objetivo.

De todo el dramatis personae, dispar e interesante, de este rollo producido por Miramax, siempre me fascinó de forma especial la figura del líder de esa banda de delincuentes que persigue nuestro anti-héroe, llamado Top Dollar (Michael Wincott), regio semblante de ojos entornados y voz que se arrastra sobre un mentón que parece obedecer a los genes vetustos de la más sórdida aristocracia. Su pose presidiendo la gran mesa de reuniones es un buen aporte a la decadente imaginería que despacha el film, un film que no descansa ni un segundo en gritarte a la cara su status de leyenda, bien sea con sus planos a cañonazos de la ciudad o simplemente con el hipnótico vuelo imperial de la criatura que da nombre al relato.

Y como otra película maldita de tantas, una tragedia real la marcó, y aquella fue la muerte durante el rodaje de nada más y nada menos que su protagonista, el joven Brandon Lee, que se dice que recibió un disparo mortal durante la escena del tiroteo sobre aquella gran mesa que congregaba a los villanos con su jefe. Una bala auténtica que errónea o furtivamente fue introducida en la recámara entre las de fogueo fue la que nos arrebató a Brandon de nuestro mundo, y la que encendió la mecha de la conspiranoia, pues moría de forma extraña el hijo de aquel icono cinematográfico de las artes marciales que también falleció sin dejar pistas claras, supuestamente asesinado por alguna mafia.

Las escenas aún sin filmar que iba a interpretar Brandon tuvieron que hacerse unas con dobles y otras con la magia del ordenador, que creó el espectro de aquél que en pleno corazón de la película abarcó la muerte desde la ficción a la realidad. El destino a veces gasta bromas muy desagradables.

Quizá más por el morbo de aquella desgracia que por el tesoro artístico que ostenta, la película tuvo su tirón (recaudó 50 millones de dólares en U.S.A.), tirón que aprovecharon ciertos directores, que al formarse en sus pupilas el símbolo del dólar no vieron claro que aquello debía quedarse como estaba, tal y como lo dejó labrado Alex Proyas. El único motivo por el que aquí merezcan una mínima mención esas torpes secuelas es el de recomendar encarecidamente que NO se visionen tales sucedáneos, pues además de ser éstos de lo más vergonzosamente estúpido a todo ámbito de apreciación, no hicieron otra cosa que mancillar la integridad artística de este filme y deshonrar la memoria de aquél que murió protagonizándolo. Por respeto, lógica y el más mínimo buen gusto, esta versión que nos atañe es la única que debió existir, la genuina y auténtica.

The Crow es una poética tira de fotogramas mimados como las viñetas de las que se inspiró, una “pesadilla de ensueño” edificada por escenarios góticos en torno a un rockero mártir, su ave azabache y su plan maestro. Es otra historia de amor y muerte, pasión y resurrección, pero ungida por el neoromanticismo más puro de un cine nacido para minorías, y personalmente, una de las películas que más me han marcado en toda mi vida.

Descansa en paz, Brandon, tu última aportación al arte aún enamora, y lo seguirá haciendo siempre.

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