
1.Formentera Lady 10´14
2.Sailor´s Tale 7´21
3.The Letters 4´26
4.Ladies of the Road 5´28
5.Prelude: Song of the Gulls 4´14
6.Islands 11´51
El mar. El gran misterio azul que esconde tantos secretos. Su inmensidad y la lejanía. El anhelo del hombre inquieto, del aventurero. El afán por hallar nuevas rutas, hallazgos, emociones nuevas. Por descubrir un algo desconocido que hagamos nuestro y nos haga mejores. La percepción de un mundo mejor al nuestro escondido en la distancia. Y la mirada de águila del viajero, que escudriña el horizonte con el deseo de aprender, con la curiosidad científica del astrónomo que observa el universo a través de un telescopio.
El navegante pensativo, que no se conforma con lo que tiene ni con lo que conoce. Que necesita llegar más allá, y observa descontento el vacío, el infinito lleno de olas. Llámese Ulises, Marco Polo, Cristóbal Colón, o Robert Fripp. Al naviero Fripp, almirante de la fragata King Crimson, no le vale con haber conquistado la Atlántida de sonidos convulsos y plácidos a la vez de la Corte del Rey Carmesí. No le llena haber colonizado la isla de Poseidón, ni haber elevado un puente que conecta las nuevas posesiones de su majestad con la península del Lagarto.
Mira al cielo. A la nebulosa trífida de Sagitario, y recuerda esa historia que leyó en su juventud, sobre unos monjes que en su monasterio observaron, una noche hace mil años, cómo de la luna se desprendían unas partículas que originaban nuevas estrellas en el cielo.
Rememora los días de su formación, y como hijo que es de una tierra que ha dado al mundo grandes poetas, evoca la metáfora de las estrellas, islas esparcidas por el cielo, y piensa que el mar no es sólo un manto azul de misterio. Es el terreno en el que se han librado grandes batallas. Es materia de heroicas leyendas. Es el símbolo del tránsito a memorables odiseas.
Fripp es un erudito que ha optado por ganarse la vida como rockero. Ello le ha hecho tratar con pipas, road managers, fans, consumidores de hojas verdes que no proceden de laureles de mansiones victorianas. Tipos duros que también han recorrido los cinco continentes, que afinan instrumentos y montan escenarios cada día, que lucen tatuajes y perforaciones por todo el cuerpo. Y él recuerda que nadie ha lucido sus ilustraciones y los aros de zíngaro colgando de narices y orejas con tanto orgullo como los lobos de mar que siglos atrás bordearon los Cabos de Hornos y Buena Esperanza, límites del mundo conocido, puntos en los que lindaban los embravecidos océanos, mares agitados por el resoplido de las ballenas, el kraken, y demás criaturas ancestrales.
El miope Robert Fripp visita una biblioteca. Se rodea de libros, palpa con sus dedos los relieves de sus portadas, ilustradas con sextantes, astrolabios y brújulas, y mezcla los recuerdos con las experiencias vividas en las Islas Baleares, estrellas terrestres que brillan bajo el azul del cielo, paraísos llenos de vida perfilados por rocosos acantilados contra los que quiebran las olas, por calas bañadas por las cristalinas aguas del Mediterráneo, y puntos de encuentro de muchos artistas británicos en busca de sol, noches largas y cálidas, unos cuantos canutos e inspiración en aquellos primeros años de la década de los setenta.
Se acuerda de la diminuta y remota isla de Menorca, casi tan cercana a la bota de Italia como a la Piel de Toro que es la Península Ibérica. Menorca, donde Horacio Nelson, un marino británico como él, doscientos años atrás habitó ese trocito de tierra y se encandiló de la perversa Lady Hamilton.
De la isla mayor, llamada precisamente Mallorca, que ofrece al estudioso Fripp la posibilidad de disfrutar el desenfreno del carácter latino, y la alegría de unas gentes que viven bajo un cielo soleado la mayor parte del tiempo, sin renunciar al recogimiento de abadías secretas a las que se llega por carreteras montañosas, monasterios donde las cúpulas y las agujas de las torres se confunden con la frondosa vegetación, pueblos donde maestros en el arte que domina Fripp, como fue el compositor Frederic Chopin, escogieron llevar una vida retirada.
Y recuerda Ibiza. Ha comprobado que las historias que se cuentan de Ibiza y su bohemia son ciertas. Que allí el aire limpio se mezcla con el aroma de las sustancias estimulantes que se consumen, despreocupadamente, en la naturaleza. Pero más que en Ibiza piensa en Formentera. En esa islita a la que hay que llegar en barcaza, en la que no debería morar nadie. Sólo esporádicos, ociosos asentamientos donde se fuma en cachimba y se recorren a pie las playas “como Dios nos trajo al mundo”. Aún hoy, viajas en avión y Formentera parece un trocito de tierra desprendido de Ibiza, paradisíaco, minúsculo, inhabitado. La Isla Pitiusa, la llaman los ibicencos. Hay que tener mucho estilo para abrir un disco dedicando una canción a una “Dama de Formentera”.
Fripp mira a través de la ventana de la biblioteca, del estudio, de su ático en Londres, del local de ensayo. Piensa una vez más en historias de viajes, de extraordinarias odiseas. Se coloca un pañuelo sobre su escuálido cuello, y se cita en Hyde Park con sus colegas.
El cuarto trabajo del Rey Carmesí se titulará “Islands”, y, literalmente, ha de hacer que el oyente sienta cómo la brisa del mar corta su cara y abrasa sus mejillas mientras lo escucha. Ha de oler a sal, sonar como el crujido de la madera, cubierta de lapas y otros moluscos, de una fragata, llegar a tierras vírgenes, transitar senderos sonoros aún no apreciados por el oído humano. Ni siquiera por los sentidos visionarios de un genio como Mr Fripp.
“In the Court of the Crimson King” es legendario. “Lizard” fue un hito que ensambló el free jazz con el rock progresivo. Los viajes posteriores junto a lugartenientes nuevos como Brufford, Wetton, Cross, Belew y Levin, procedentes de escuelas navales diferentes, permitieron al Rey seguir conquistando plazas y ampliando los límites de su territorio, pero la mayor de las conquistas, la que sentó las bases de ese Imperio creativo sobre el que jamás se ponía el sol en la mente de Robert Fripp, es este fabuloso, inolvidable “Islands”, el disco de King Crimson en 1971.
Obras maestras, por suerte, hay más de las que creemos. Verdaderos faros que iluminan la senda de la perfección ya no hay tantos.
“Islands”, repito, huele a mar. A cartas de navegación y a relatos de marineros en lugares misteriosos, alejados y perdidos.
Sólo en esos acordes de cuerda que abren el disco, en esos sonidos graves de contrabajo, se puede sentir el viento arqueando las velas de un galeón. En la cubierta, la tripulación presenta armas. Fripp contó para la travesía con el cantante/bajista Boz Burrell, el batería Ian Wallace, su habitual colaborador el letrista Peter Sinfield, y el también ya veterano –para lo que solían durar los miembros en King Crimson- Mel Collins, que tocó la flauta y el saxofón, y apoyó a Burrell en las tareas vocales.
En determinadas escalas a lo largo del trayecto la tripulación aumentó, destacando en ese sentido las intervenciones de Keith Tippett al piano, y de dos músicos llamados Mark Charig y Robin Miller, que contribuyeron con sus instrumentos de viento a crear las impresionantes atmósferas que transitan y enriquecen esta obra de arte.
El arco que se desliza por las cuatro cuerdas al inicio de “Formentera Lady” parece trazar una bóveda, el encuadre de un paisaje onírico. Son unas notas abiertas, espectrales. El arco se recrea, se resiste a ceder protagonismo a los demás instrumentos, disfruta su momento durante casi todo el primer minuto de este disco, hasta que la flauta y el piano intervienen y comienzan a cruzarse y a trazar dibujos, como nubes bajo la bóveda imaginaria.
Y dentro de ese paisaje irreal, un aturdido Boz Burrell comienza a cantar, como si estuviera envuelto en el humo de un fumadero de opio, las dos primeras estrofas escritas por Sinfield.
Habla de recuerdos, de un muro de piedra castigado por el sol recorrido por lagartos, del frescor de la sombra de una higuera. De un camino polvoriento lindado por cactus, pinos y extrañas plantas aromáticas. Las impresiones del paisaje mediterráneo en la retina del inglés Sinfield, habituado a climas más fríos y a cielos más oscuros, en boca del cantante Boz Burrell, que parece musitar con esa voz, poética y grave, tumbado en el catre y envuelto en humo, al fondo de ese antro donde se consume tanto opio como gotas de agua hay en el mar.
El piano y la flauta sustentan este primer acto hasta que, pasado el tercer minuto, Burrell se nos duerme y comienza a soñar. Dos percutantes notas de bajo marcan la entrada al mundo de los sueños, del que ya no saldremos durante toda la canción. El viaje hacia las Islas, a través del océano, ha comenzado. La incesante pulsación sobre las cuatro cuerdas traza una senda, un ritmo dentro del cual la corneta y el oboe van a crear una melodía oriental, enigmática, anticipo de ese mundo desconocido que espera al navegante. Cierras los ojos y casi puedes visualizar la corriente de las aguas, un barco que se adentra en la niebla y desaparece de nuestra vista.
En el puente de mando, el capitán Burrell vuelve a cantar, siguiendo la melodía de los instrumentos de viento. Sea sueño o realidad, ha despertado, y dedica un recuerdo a su dulce amante, la dama de la Isla de Formentera. Un pensamiento le llevará a otro, y mientras canta y la costa desaparece de la vista del vigía, se ve a sí mismo en la piel de legendarios navegantes, y menciona a Ulises y a Circe, la hermosa bruja que entretuvo y sedujo al rey de Ítaca, al héroe de la conquista de Troya, mientras convertía a los tripulantes de su bajel en animales.
El golpeo constante del bajo indica el camino, la percusión lo subraya, y la melodía hace que percibamos un navío que se interna en aguas inhóspitas, en un mundo virgen, lleno de encanto y de peligros, en un clímax similar al que envolvía al capitán Willard en aquel río al este de Vietnam, cerca de la frontera de Camboya, tras el rastro del Coronel Kurtz. La transición, una vez desaparecen las partes cantadas, que se inicia a partir del minuto 5´20, entre un mundo conocido, hasta cierto punto inocente, controlado, y el reino de lo oculto y misterioso que seguirá al barco a partir de ahí, es digna de ser estudiada en todas las escuelas de música durante los próximos siglos. A partir de ese momento, la melodía desaparecerá, sólo el bajo mantendrá la pulsación hasta que acabe el tema, bien metido en su papel de guiar a los viajeros a esa tierra de peligros, como si pudiera hablar y dijera: “Con estas dos notas trazo los límites del recorrido. Ni se os ocurra salir de él”.
Y en ese camino, el resto de instrumentos trazarán disonancias, contrapuntos, líneas de corneta, oboe y saxo demenciales, pellizcos del contrabajo, con la guitarra de Fripp curiosamente ausente –se limita a rasguear unas notas casi monocordes con la guitarra acústica-. Él es el dios Neptuno, él es el Poseidón del título de su segundo disco, dosifica y guarda su talento, se reserva para cuando lleguen los momentos cruciales.
Boz Burrell nos había hablado de Circe, había reconocido en el abrupto oleaje del océano el paraje donde hechizó a Odiseo, y nos advirtió de que el aroma de su perfume “aún se percibe en el aire”. Y por ello, una soprano llamada Paulina Lucas irá apareciendo hasta imponerse con ese canto de sirena que va a reinar en este segundo tramo de canción, y que consigue hipnotizar al oyente. Se trata de un efecto similar al que utilizarían Pink Floyd dos años después en el tema The Great Gig in the Sky, con el protagonismo de la voz femenina entonando hasta el paroxismo una letanía sin letras, si bien la interpretación en esta primera canción de “Islands”, igual en belleza a la del tema que cerraba la cara A del “Dark Side of the Moon”, es superior en contextualización y misterio.
Momentos como este son los que, a buen seguro, enloquecieron siempre a músicos como Steven Wilson, Mikael Akerfeldt, Troy Sanders y Brent Hinds, de Mastodon, Denis “Piggy” D´Amour de Voivod, o Maynard James Keenan y Danny Carey, de Tool.
Arrullados por el canto de las sirenas, Burrell, Sinfield, Fripp y el resto de marineros no son, tal vez, conscientes de que han llegado al reino acuático de las sombras y la desdicha. “Formentera Lady”, una de las mejores canciones jamás escritas, se esfuma en el aire neblinoso y cargado de peligros del aterrador y profundo océano. La percusión marca la línea de salida del siguiente tema, “Sailor´s Tale”, con gran dinamismo. Es sorprendente todo lo que pueden llegar a sugerir unas escobillas golpeadas con frenesí sobre un platillo. El relato del navegante es un instrumental apabullante, vigoroso, con otra entrada memorable del bajo y la batería, y la tormenta de mar representada esta vez por el ataque de todos los músicos, que arremeten uno tras otro en oleadas contra el sufrido cascarón de popa de la nave. Ahí está el harmonium de Fripp, los metales de los artistas invitados, el saxo frenético de Collins, y una sensación general de cataclismo que amenaza con llevar a la nave al fondo del negro abismo. Atención al minuto 1´30.
Momento, pues, de que el Almirante Fripp ejerza de tal y tome el mando. Aprovechando que la tempestad amaina en el 2´27, el Jefe se sienta, mira al mar agitado y toma su guitarra, ejecutando un crujiente solo. Cada nota parece un golpe de timón que ha de llevar al barco a un lugar seguro. El peligro, no obstante, acecha. El trabajo a la percusión de Ian Wallace es de locura, y bajo el punteo de la guitarra repta como una serpiente el mellotrón. Entre el 3´35 y el 3´40 avisa. El virtuoso guitarrista se luce, ignora al reptil y continua. En el 4´17 se escuchan los crujidos, chirriantes, casi dolorosos, de la madera del barco zarandeado por las furiosas olas, y a partir del 4´25 la tempestad arrecia, llegando al culmen en el minuto 6´00, próxima ya la conclusión del tema. Es como si el cielo se abriera de pronto. La guitarra eléctrica de Fripp, eso si, continúa a su aire, retumbando con la potencia de un todo terreno que se hubiera pasado de frenada, hasta que el mellotrón pone punto final.
Ha llegado la noche. El mar recupera la calma. Todo es negrura, soledad silenciosa y frío. La sombra cubre la castigada arboladura del palo mayor, los mástiles mutilados por la tormenta. Será momento de evaluar los daños cuando amanezca, pero ahora, a la luz de un fanal en cubierta, en ese punto alejado de todo, en mitad de la nada, uno de los marinos se deja la vista sobre un par de cartas. Sobre “The Letters”. Este hombre, en tierra firme, engañó a su esposa. Ella descubrió el ardid al recibir una carta, “escrita con pluma de plata”, por parte de la amante del marido, que anunciaba con crueldad a la mujer traicionada que “la semilla de tu hombre alimentó mi carne”. La mujer engañada se quitó la vida y escribió a su vez al marido: “No necesito vivir para servir a niños u hombres. Lo mío, que fue tuyo, está muerto”.
Poesía espectral la de Sinfield, desgarradora y oscura como debían ser los pensamientos de Varg Vikernes en la celda mientras escribía la música de “Daudi Baldrs”, “The Letters” se inicia con una apagadísima instrumentación, que sugiere la triste y helada media noche en un barco en mitad del océano. Burrell canta las dos primeras estrofas con sobrecogedora suavidad, y de golpe estalla otro crescendo musical ¿El tormento del alma cargada de remordimiento del hombre adúltero, que se hizo a la mar para purgar sus penas? Bajada de tensión con un tenue solo de saxo, al estilo de los momentos más jazzísticos del anterior álbum “Lizard”, y la tercera estrofa cantada, esta vez con rabia, ilustrando la decisión tomada por la mujer suicida.
La cuarta estrofa contiene las palabras de despedida al marido, y Burrell las entona a capella, como si sonaran únicamente en el cerebro, en la conciencia de ese navegante que a lo largo del día ha visto cómo la nave comandada por el almirante Fripp ha rebasado los confines del mundo conocido, se ha internado en una vorágine de peligro, y ha superado la prueba. Llegada la noche, hace balance de lo que ha sido su vida, de los graves errores cometidos, mientras el resto de la tripulación descansa.
Zoom, el campo de acción que se amplía, panorámica del océano envuelto en tinieblas, la luz del fanal en la cubierta que se apaga, y fin del primer acto. Los espectadores han sido sometidos a una intensa experiencia auditiva, y se retiran por un breve espacio de tiempo.
El que empleamos en dar la vuelta al viejo vinilo. Como si de un nuevo mundo se tratara, la antigua cara B del original comenzaba con “Ladies of the Road”, el tema más “terrenal” de “Islands”. Con cierta base bluesy, protagonismo solista de Mel Collins y de Fripp, que se marcan un entretenido duelo guitarra-saxofón, y unas armonías vocales casi femeninas en la mitad que aportan un pequeño toque pop sixties, en esta canción el letrista Sinfield se nos pone cock-rocker y dedica unos versos a las chicas del camino, las groupies, vaya. Sorprendente el juego de palabras hacia el final, cuando describe una felación diciendo de la “lady” en cuestión: “Se comió todo lo que le dí/y se regodeó con el sabor/ a raspa de pescado con marrón glacé”.
Como le dijo Smithers a Monty Burns: Marineros y mujeres no hacen buena combinación.
“Prelude: Song of the Gulls”, es un entreacto sin voz que por sí solo serviría para explicar al neófito lo que fue el Rock Sinfónico inglés de la década de los setenta. Ninguno de los principales exponentes del género grabó jamás una pieza tan cercana a la música clásica. Con un par, el otras veces histriónico Fripp, el vanguardista heterodoxo alejado de las formas clasicistas, el hombre que rompió con su estilo abruptamente repetidas veces a lo largo de su posterior trayectoria, tiró de instrumentos de cuerda y se marcó estos cuatro minutos de música de cámara, irreproducibles en el directo, pero llenos de magia y de encanto.
Es la penúltima pieza, la que precede a la homónima “Islands”. Retomamos la travesía del galeón que surcó las mismas aguas que Ulises, que sucumbió a los cantos de las sirenas. El marido infiel que levó anclas para enterrar en el mar sus recuerdos ha despertado, animado por el horizonte despejado del nuevo día. La nave presenta un perfil deplorable, es un milagro que se mantenga a flote. Pero toda la tripulación parece haber sobrevivido. La tempestad ha quedado atrás, y el barco navega hacia aguas tranquilas. “Islands”, la canción, muestra al navegante que, con extrema placidez, con el orgullo de haber cumplido un objetivo, evoca la odisea que fue el viaje, con todos sus peligros y su grandeza.
El piano juguetea y toca música de salón, como si de golpe hubiéramos recorrido miles de kilómetros de distancia en el tiempo y en el espacio, y estuviéramos recogidos, sentados frente a la chimenea. El oboe y la corneta recuerdan aquellas experiencias –otro instante sublime, el 3´11, y van ya ni se sabe cuántos-, y los versos de Sinfield –“Tierra, arroyo y árboles rodeados de agua/Las olas despejan la arena de mi isla”-, inciden en esa sensación del aventurero que repasa su vida, y se enorgullece de haber emprendido un día la arriesgada travesía.
A partir del 6´07 la instrumentación construye un tramo musical radiante, donde se transmite al oyente ese sentimiento de triunfo, de haber dado con el final del camino. De poder morir tranquilos. La música se desvanece. Pensamos que el disco ha terminado ¿Ha ocurrido en realidad, o el bueno de Boz Burrell no ha salido del fumadero de opio en el que se quedó dormido mientras entonaba las primeras líneas de “Formentera Lady”?
Sea como fuere, de la nada se escucha un murmullo, y tenemos la sensación de despertar del sueño en mitad de un teatro, frente a la tarima. Sobre ella, los músicos de la orquesta afinan y prueban los instrumentos. Va a dar comienzo la función. Una nueva función.
En menos de cuarenta y cinco minutos hemos viajado a través del espacio y del tiempo. Hemos surcado los mares y puesto en peligro nuestras vidas. Hemos soñado y hemos vivido. Nos hemos enfrentado a recuerdos que nos avergüenzan y a gestas de las que presumimos. Y todo ello de la mano de un pequeño grupo de músicos. De la corte del Rey Carmesí, en una de sus primeras encarnaciones.
La tripulación continuó surcando el universo durante 1972. De la gira de “Islands” se publicó un disco sencillo en directo llamado “Earthbound”, y en 2002 Fripp autorizó la edición de un doble Cd en directo de aquella gira, llamado “Ladies of the Road”, que incluía, junto a furiosas lecturas de temas de los tres primeros lps, la puesta en escena de “The Letters”, “Formentera Lady” y “Sailor´s Tale”.
Finalizado el tour, Fripp cerró el catalejo y guardó bajo llave las cartas de navegación. El astrolabio y la brújula debieron ser cedidos al museo naval británico, en el barrio marinero de Greenwich, al sur de Londres, y para su siguiente odisea, el Ulises del Rock Progresivo buscó a nuevos compañeros de viaje. “Lark´s Tongues in Aspic”, “Starless and Bible Black” y “Red” estaban a la vuelta de la esquina, en otra gloriosa página de las memorias de este inquieto navegante.
Pero ninguna travesía ha alcanzado las cotas de talento, la magia y el arte encerrados en “Islands”. Cinco cuernos como los cinco continentes del mundo conocido, y si alguien se atreve a cuestionarlos, le atamos al palo mayor.
Robert Fripp: Guitarra, mellotrón, harmonium
Peter Sinfield: Letras, escenografía
Boz Burrell: Bajo, voz
Mel Collins: Saxofón, flauta
Ian Wallace: Batería
Músicos adicionales:
Paulina Lucas: Soprano
Keith Tippett: Piano
Robin Miller: Oboe
Marc Charig: Corneta
Harry Miller: Contrabajo