
Cara A:
1. Exciter (5:38)
2. Running Wild (2:52)
3. Sinner (7:33)
4. The Ripper (2:41)
5. The Green Manalishi (With the Two-Pronged Crown) (3:18)
Cara B:
6. Diamonds and Rust (3:34)
7. Victim of Changes (7:11)
8. Genocide (7:21)
9. Tyrant (4:41)
Pistas adicionales edición japonesa (Priest in the East):
1. Rock Forever (3:25)
2. Delivering the Goods (4:07)
3. Hell Bent For Leather (2:39)
4. Starbreaker (6:00)
Si Tokio nunca estuvo preparada del todo para las mil y una embestidas de Godzilla, poco podrían hacer sus habitantes contra el mayor némesis que pudo tener aquel monstruo citado, que rápido se sumergiría éste en aguas niponas al olerse semejante tostada, erizadas sus escamas al sentir inminente la presencia e invicta naturaleza de no una ni dos, sino de todo un simposio de criaturas fantásticas de una nueva mitología… Una venida directamente de las estrellas (Exciter), otra que a lomos de la tormenta creció nutriéndose de la carroña de las guerras (Sinner), o nada menos que el Genocidio personificado junto a su pariente más directo (Tyrant). Más vale que el kaiju escondiera la cola antes de que todos los mentados fueran reunidos en un mismo lugar, todos a las órdenes de una sola entidad, durante aquellas dos noches de febrero en las que el Sumo Sacerdote del Metal fue ‘desatado en el Este’…
En tan sólo 5 años de carrera, Judas Priest acababan de terminar de firmar un catálogo de antología. Su primera era, la de los ’70, la más mágica, compleja y prolífica de su historia, era rematada con el Killing Machine de 1978 (Hell Bent For Leather en el mercado yankee), el disco que trajo el cuero negro y las tachas a la naciente escena, el álbum con el que una rugiente Harley Davidson estrenaría las tablas, proyectando su cegador ojo de cíclope a través de la niebla artificial para bañar de luz las primeras filas, formadas por todos aquéllos que en aquel período de fragmentación en el Rock, optaron por las melenas y no por las crestas. Judas Priest no podían cerrar mejor su primera etapa que terminando de definir lo que poco más tarde y ya de forma oficial se pasaría a llamar Heavy Metal. ¿Os suena ese nombre?
Y así, como para celebrar aquel lustro de vida del joven Sacerdote, ya tocaba hacer el directo de rigor que resumiera ese periplo henchido de canciones eternas, siendo Japón (dónde si no, como los Purple y muchos que vendrían después) el enclave elegido para grabar el primer álbum en vivo de los de Birmingham, álbum no exento de polémica por la forma en que fue concebido, como ya veremos más adelante.
El Killing Machine Tour recogió lo mejor de lo mejor de lo creado hasta la fecha por los de la Black Country, sólo ignorando el material de su LP debut y no por falta de calidad de éste, sino quizá por alejarse del estilo, más metálico, que fueron practicando luego, desde aquellas ‘Tristes Alas del Destino’ en adelante. Se veía que Priest ya tenían claro qué tipo de artillería iban a usar para encarar aquellos ’80 que estaban a la vuelta de la esquina, una década donde reinaría la inmediatez, donde el arte de la guerra de los Sun Tzu del Rock era cambiado por los rambos de aquella siguiente generación, donde las elaboradas y extensas estrategias de combate eran sustituidas por ráfagas de M16; un decenio en el que los tachuelados Judas no sólo “se pondrían al día”, sino que serían uno de los grandes mandamases en el territorio heavy, no siendo aquello nada raro viniendo de los culpables del cuasibíblico advenimiento de Metallian. Sin olvidarnos, obvio, de aquel titánico águila de metal que en barrena se lanzó hacia el mundo ‘clamando venganza’.
Todo eso aún estaba por venir; mientras, los Judas despedían los ’70 con este inolvidable Unleashed in the East, un directo que sería condenadamente perfecto si no fuera por un sólo ‘pero’ que tiene… La banda estuvo pletórica sobre el escenario, todos excepto el portador del instrumento más delicado: La voz. Una laringitis le fastidió el show a Halford, que como es de esperar no pudo estar a la altura por culpa de tal dolencia, así que los del sello quisieron sacar el álbum como fuera, por lo que decidieron que Halford grabara en el estudio sus partes para arreglar el desaguisado. Ese parcheado pronto fue conocido, pero como el boca a boca es así y cada lengua unida a una cabeza hace en conjunto la mayor bola de nieve, se empezó a decir que toda la música del álbum había sido grabada en el estudio y luego metieron de fondo al público enlatado. Pero con el tiempo se fue desmintiendo todo aquello, constatándose que sólo las pistas de Rob Halford fueron el único aderezo, la única “trampa” en la grabación de aquellas dos noches en Tokio.
El que junto a Tom Allom produjera el álbum, Neil Kernon, arrojó luz sobre el tema para aquéllos que apodaban al disco como “Unleashed in the Studio”, asegurando que lo único que fue añadido en el estudio fue la voz de Halford, grabando el cantante todo en una sola toma y sólo descansando “cuando cambiaban de carrete”; todo del tirón para dar un efecto más real, más de “sobre tablas” a su actuación. Es más, y como curiosidad, en una entrevista al cantante, éste contó riendo que justo antes de grabar las voces, le recomendaron que saliera fuera a darle unas vueltas corriendo al estudio, para que al volver adentro, en la grabación se notara en su voz aún ese trasiego y así potenciar más la sensación de directo. Rob se estaría acordando de su laringitis un buen tiempo, por todo lo que le hizo currar luego…
Y ahora pienso yo… Lo estúpido que se sentiría Rob en el estudio cada vez que le daba las gracias a un público que ya no tenía en frente, sino que en esos instantes andarían, quizá, de compras por Tokio (¿de qué me suena esto último? En fin…).
Aunque aquí nuestro Halford cante “en diferido”, lo que es verdad es que juntos o por separado, uno en Ascot y el resto en Tokio, cantante y banda inmortalizaron un set list antológico, donde parecía que los grandes clásicos aquí presentes volvían de una larga temporada en el Infierno, retornando diferentes, más resabiados, incendiarios, atronadores y vivos que en los respectivos surcos donde los escuchamos nacer. Unos temas que, aquí sonaban algo más que criados y creciditos, los ya de por sí duros tales como Exciter o Running Wild se volvían ya arrolladores (palpitando en ambos el germen de un entonces nonato Speed Metal), y aquellas piezas más sentidas que ya emocionaban de per se vía estudio, aquí tomaban una nueva dimensión de emotividad y épica con la que abrumaban más aún si cabe.
Por ello, y al hilo de justo eso último, jamás olvidaré la primera vez que escuché Victim of Changes… Fue en un programa de radio, y no precisamente pincharon la versión de estudio, del legendario Sad Wings of Destiny, sino en vivo de la mano de esta obra que nos ocupa, poco antes de que el disquito en cuestión cayera en mis manos por razones más que obvias. Y tan obvias… Para empezar, ese preludio que puntean Tipton y Downing es de ese tipo de intros que a primera escucha te avisan ya, y cual señal divina, de que va a pasarte algo que no olvidarás nunca. Luego ya, desde ese riff cabeceante con el que rompe la suite, que consigue el headbanging hasta de un muerto sin cabeza (para que veas…), hasta ese susurrante interludio, esa bajada de luces donde las guitarras son acariciadas mediante tan hipnóticos legatos, todo es de una dimensión artística y técnica colosal; sin olvidar, cómo no, tanto el dramatismo de aquella letra sobre esa mujer que arruina su vida al caer presa del alcohol, como también el logro de que esa historia encuentre su más idónea piel en la música, sobre todo durante esa escalada hacia la sonorísima muerte del tema, una de las apoteosis más recordadas del género. ¡Qué hijos de la Gran… Bretaña sois!
Pero el joyón de semejante corona está en el hecho de que fue en ese Victim of Changes de este Unleashed in the East (la mejor versión del tema que he conocido hasta hoy) cuando yo, pegado a la radio y con cara de tonto, no creí sino supe al momento que Rob Halford era y es el mejor cantante de Heavy Metal (y si me apuras, del Rock) que existirá en la faz de este condenado orbe. Si no, que venga un maestro de canto, o un otorrinolaringólogo, a decirme si es de persona normal, si es propiamente de humanos lo que ocurre durante la segunda sección de versos [2:35], cuando Rob interrumpe de súbito esa línea de “Another woman's got her man but she won't find a new…”, para en un nanosegundo y sin tomar aire ni nada teletransportar su voz a la puta cima del pentagrama, y con tamaña potencia (además de cómo remata aquello, los cojones que gasta disparando el aire que le queda en ese compresor que tiene por pulmones). Ese primer grito de Rob en todo el tema no sólo es el más imposible pese a no pertenecer al pack de los que endosa al final de la tonada (siempre más recordados que ese aislado que narro), sino por ende el que me corroboró lo que decía al principio de este párrafo, a la vez que me respondió a aquello de “¿por qué eso de Metal God?”. Contestado quedé. Y tanto.
Y sí, no hace falta que me lo recuerden, al principio dijimos que eso lo grabó en un estudio, pero el argumento pierde todo valor y sentido cuando nos damos cuenta de que eso no es capaz de hacerlo NADIE, lo grabe en directo, en estudio, o metido en un frigorífico (evito hacer el chiste con un armario). Eso es así, y el que a eso diga ‘no’, a ver si encuentra a alguien en el mundo que lo diga por él como lo dice Rob durante los coletazos finales de este fastuoso viaje de siete minutos, un viaje de ésos que te cambian para siempre, entre otras cosas tus creencias religiosas, para darte cuenta de una puñetera vez de quiénes son los verdaderos dioses del cotarro.
Pero lo que hace grande a este disco no es solamente esa canción (aunque ésta se haya merecido sus tres párrafos), la épica no se quedaba sólo ahí: El diálogo de Halford con la guitarra de Glenn en la recta final de la eterna Diamonds and Rust (de Joan Báez, pero en su “harder & ‘trotter’ version” al ser cambiada de manos), los mastodónticos últimos compases de Genocide con el cantante dándolo todo en esos ”On the rocks!…” (parte exclusiva para el escenario que el grupo se saca de la manga, al igual que ese riff vacilón con el que abren el corte, adictivo como sana droga que es); el umbrío The Green Manalishi, seductor como el maldito dinero, aquí idealizado cual poderosa entidad femenina que te obliga a hacer cosas que no quieres hacer, a ver cosas que no quieres ver (según reza su letra), con esa sección de solos donde Downing y Tipton protagonizan la conversación de guitarras mejor hilada de la historia del Rock, justo eso y justo antes de que el Dios del Grito eleve nuestras almas al maldito Cielo, con ese coro final del que no existen adjetivos en ningún idioma de este planeta que le hagan justicia (la que puede liar nuestro tito Rob tan sólo con la cuarta vocal que aprendimos en prescolar...).
Dentro de los grandes monumentos sonoros tipo Victim of Changes o Genocide, tenemos también nada menos que a Sinner y Tyrant. El primero con K. K. Downing liberando sus demonios en ese solo tan contorsionista como él, por narrar una de las muchas cumbres que ostenta semejante clásico, siendo otra de ellas ese primer gran “giro dramático” del tema (antes del mentado solo del rubio), el que erige Tipton justo al cumplirse el tercer minuto, esa melodía solemne que, como ya ocurriría cuando esta pieza abría todo un Sin After Sin, de repente cambia el paisaje del tema drásticamente para pasar la canción del deje rockero a algo más elevado, a algo tan grande, tan fastuoso, que sólo puede narrarse a sí mismo con su propia música, sólo pudiendo tal vez añadir por mi parte que, ese preciso instante pueda ser la partitura perfecta que retratase, cual tétrico grabado medieval hecho música y ciñéndonos a tan fascinante letra, a ese Sinner siendo jinete nada menos que de la inmensidad de una tormenta, escoltado por el mismísimo Diablo mientras bajo ellos las montañas se oscurecen ante el alzamiento de un sol negro. Bonita postal para enviársela a tu abuela. Por otra parte, a Tyrant lo escuchamos en una versión más acelerada, que pese a atropellar un poco su otrora coral estribillo, éste toma un tinte diferente, más directo y vivaz, que me gusta bastante. Inolvidable su sección instrumental, el cómo la dupla de hachas nos va enredando con esa progresión magnífica que puntean al unísono, esculpiendo a púa el verdadero cenit de esta escultura al Tirano.
Y hablando de púas, no quiero ignorar a la tercera del combo, nuestro Ian Hill al bajo, la musculatura de la bestia Priest, que aunque más en la retaguardia, era y es otra de las olas que hacían llegar todo a buen puerto, y que por entonces gozaba de esa era previa a que le empezaran a bajar el volumen, así como entre risas en el estudio cuando él salía a mear, hasta acabar siempre enterrado en las producciones venideras. Pero con ese aspecto que tiene tan entrañable, parece que a él siempre le dio igual (pese a ser co-fundador del barco), siempre feliz al fondo del flanco derecho del escenario, balanceando el mástil de su herramienta de trabajo. Muy grande lo de este hombre, el que más pinta de motero siempre tuvo (sobre todo hoy en día), pese a no ser el que sacaba a pasear la moto en ese Hell Bent For Leather que, como bonus de la edición japonesa de esta obra (titulada Priest in the East), aparecía junto a otras buenas piezas que no salen en la versión habitual del disco, entre ellas un Starbreaker despojado de toda inocencia, con un final endiablado tras haber sido estirada cual chicle su envergadura hasta los seis minutos, como emulando de alguna forma aquello que seis años antes hiciera Deep Purple con sus temas, en otro icónico ‘live’ y también en la tierra del sol naciente.
Siguiendo con las canciones habituales de este trabajo, no por ser la última en mencionar va a ser menos importante, y hablo de esa gema tan misteriosa y única llamada The Ripper, que lejos de ser menos grande por ser más breve, nos cubre con su gigantesca sombra para alzarse a la misma altura de los colosos de gran metraje con los que se codea en tan proverbial set list. No sabemos a día de hoy dónde encargó Glenn a sus musas ni si éstas lo pillaron vestido, pero aquí tenemos sin duda a la rara avis más exquisita de la fauna priestiana; elegante a la par que bizarra, sutil a la vez que cruda, el retrato más fiel a ese halo de morboso misterio que sigue creando el sujeto del que habla: Jack el Destripador.
A más de uno nos hubiera gustado estar ahí (incluso con Halford ‘laringitoso’, da igual), cuando la niebla artificial cubrió las tarimas para que en vez de éstas pareciera que estaban los adoquines del distrito de Whitechapel, trayendo la banda un trocito de Londres para plantarlo en medio de la capital nipona. Esas guitarras son de absoluta belleza pese al ceño fruncido que exigía el guión, desde ese main riff a cuerda muda a esas señoras melodías. Todo en este tema (labor vocal incluida, por supuesto) siempre desbordó clase y señorío rematadamente británicos, como no podía ser de otra forma, y un buen gusto de ése que ya no se despacha. Después de todo, no se podía esperar menos de este tema, al leer en su Libro de Familia que pertenece nada menos que a la prole del ángel caído del ’76.
De sigilosos andares (como el personaje que representa), los extraños pasos de la pieza son aquí marcados por un Les Binks a la percusión que, pese a ser uno de los mejores bateras que ha tenido la banda, al año siguiente se despidió de ésta, siendo él el último “batería setentero” de Judas Priest y no por el aspecto meramente cronológico, sino porque justo después, esos patrones rítmicos tan sutiles y elaborados que caracterizó aquella década ya entonces agonizante, desaparecerían por completo al entrar Dave Holland a sustituirle. Después de todo, el ‘nuevo’ hizo muy buen trabajo frente al kit, pero no pudo hacer más que cumplir con esa inmediatez de la que ya hablábamos, inaugurada por British Steel en adelante y con la que Priest seguirían predicando su fe pero ya en lenguaje ochentero. Por ello, este directo también atesora la última labor, aquí sobresaliente, de Les Binks, del tío que, no contento con ser un fenómeno sólo entre los parches y los platos, fue el que compuso el arpegio del Beyond the Realms of Death. Casi nada.
Todo eso y más que me resisto a contar (pues gastaría toda la “tinta” de la Red), es este Unleashed in the East, que debería ser de tenencia obligatoria (por ley, como el carnet de identidad) para todo aquél que se autoproclame fiel y visceral berzerker de esta maravillosa música que anduvo durante años en pelotas hasta que Priest le buscó atuendo. Vestida para matar, ya estaba lista para gobernar los ’80, tras el pistoletazo de salida que supuso esta obra que he tenido el gusto de viviseccionar, uno de los mejores directos de la historia del Heavy Metal, contenga o no trazas de estudio. Bien sea con o sin “trampa”, ¿acaso pudo alguna banda superar esto?
Bendita laringitis…
Rob Halford: Voz
Glenn Tipton: Guitarra
K. K. Downing: Guitarra
Ian Hill: Bajo
Les Binks: Batería