
1. Gothic Stone/The Well of Souls (8:15)
2. Codex Gigas (instrumental) (2:20)
3. At the Gallows End (5:48)
4. Samarithan (5:31)
5. Marche Funebre (instrumental) (2:22)
6. Dark Are the Veils of Death (7:08)
7. Mourners Lament (6:10)
8. Bewitched (6:38)
9. Black Candles (instrumental) (2:18)
Si a alguien le tenemos que agradecer primero la existencia del Doom Metal es sin duda a los magos negros Black Sabbath, que influenciados en cierta forma por aquella masa reptante sesentera que fue Blue Cheer, cincelaron con su canción homónima esa rama arrastradiza y umbrosa que años después redefinieron bandas como Paradise Lost, Cathedral, Anathema o My Dying Bride. Pero a mitad de camino entre la siembra de los de Birmingham (sin olvidar que poco después fueron seguidos por Bedemon y Pentagram en esos mismos ‘70) y la germinación en los otros grupos antes citados, existió y existe aún una formación sueca que fue decisiva en la ultimación de lo ya vertido por las huestes de Iommi, una banda que marcó diferencia en los nacientes ’80. Estoy hablando de Candlemass, uno de los primeros eslabones en la cadena evolutiva del Doom desde que esta vertiente obtuvo nombre propio.
Con su debut del ’86, Epicus Doomicus Metallicus (bautista como se ve del hoy llamado Epic Doom Metal), Leif Edling y los suyos tiñeron con sombra propia el género cuando lo más oscuro que por entonces reinaba en él era Mercyful Fate, sin contar, obvio, lo que más subterráneamente ya aportaban insignes bichos de la talla de Celtic Frost o los también suecos Bathory, noreuropeos como Candlemass y que constataban junto a éstos que Escandinavia (y su nada remota Suiza como bella excepción) fue determinante para la creación del “Metal Oscuro” en casi todas sus facetas desde los más tempranos ‘80.
Los tempos funerarios, el extenso metraje, el demonizado tritono, la temática depresiva… Los antes llamados Nemesis andaban bien desapegados tanto de “La Revolución Caniche” que estalló en ese ecuador de los ’80 como del Thrash que batallaba paralelo a esa fiesta. Candlemass ni iban a la pelu ni llevaban cinturones de balas, Candlemass iban a lo suyo. Como si no se enteraran de lo que pasaba alrededor, se podría decir perfectamente que Candlemass se hacían los suecos, y con mucha honra pues lo eran. Entre esas melodías tétricas que cocinaban a fuego lento los guitarristas Björkman y Johansson surgía en medio el gravoso tono de Messiah Marcolin, que al micrófono nos cohibía con sus letras negativas, y de camino nos hipnotizaba con un marcado vibrato que en cualquier cantante sonaría sobreactuado y ridículo, pero que en él lograba ser una especie de mantra mediúmnico que por aquel entonces daría casi tanto miedito como los falsetes de ultratumba del maestro King Diamond.
Pero si “Epicus…” venía a ser el disco de culto por ser obra inaugural de todo un movimiento, justo al año siguiente llegaría el que para muchos es el mejor trabajo de la banda a nivel de calidad, el disco que pulió ese sonido ya presentado en su ópera prima cargándolo de más belleza compositiva pero sin desdibujar su sello de oscuridad: Nightfall.
Leif Edling, fundador, bajista y letrista de la banda (además de compositor de gran parte de esta obra), no erró el golpe con su segunda ofrenda a las sombras. Sería precipitado juzgar esa portada tan luminosa, y tan típica de esos CDs de música clásica que regalan con los periódicos, pues ese fragmento del cuadro de Thomas Cole que simboliza a la vejez en El Viaje de la Vida no necesita ser sustituido por el cráneo del álbum predecesor, pues bien puede encajar en la secuela al notar luego en ésta que se logró conseguir cierta beldad crepuscular, al destilar con mejor gusto aquellas tinieblas de la primera entrega.
La misa negra sigue su ritual, el funeral sigue su curso en este “Ocaso”, pero si la emotividad que escondían las notas de más raíz Heavy nos postraban de rodillas en el primer álbum, ese mismo aspecto lograba mayor brillantez en éste que nos ocupa. Y es que si la obertura apocalíptica de Gothic Stone nos mete el repeluco en las carnes, cuando The Well of Souls dice “esta pista es mía” podemos darnos por abducidos, pues desde el primer verso Marcolin nos meterá en su bolsillo, o más bien en su Pozo de Almas (Matt Barlow no puede negar lo que ha mamado de él, si no, escuchen ese imperial ”… trinity” que detonará los andares de la pieza). Vozarrón repleto de recursos y aplicados con muy buen gusto, que sigue estremeciéndome cada vez que me topo con ese “… evil eyes” tan a lo Ian Gillan [2:30]. Y por si fuera poco, si el cantante ya solito te atrapa (sin obviar la música que lo custodia), cuando segundos después es secundado por ese solo de Lars Johansson que ribetea más la atmósfera es precisamente cuando ya no te quedan dudas para elevar a esta banda a la altura de las mejores, independientemente de que hayan sido capaces de parir un estilo, sino por su innegable elegancia a la hora de pasear sus creaciones, nota a nota magistrales. Por cierto, y como aderezo al delicioso regusto ochentero que poseían pese a sonar diferentes, es bueno saber que este “Pozo de Almas” iba dedicado al enclave de mismo nombre del film Indiana Jones: En Busca del Arca Perdida. Ahí queda el dato, para visualizar mejor lo que ya de por sí plasma la música con gran acierto, aquellas serpientes retorciéndose lentamente a la luz de la antorcha, entre las estatuas egipcias.
La en principio homogeneidad que pueda notarse en toda la obra no impide que de ella podamos sacar momentos de gran relieve, aunque casi todo el trabajo funcione mediante melodías disonantes remolcadas a palm mute por las rítmicas, veneno sabbathiano Gran Reserva redestilado por suecos, y que aunque era el vino de cada día de los de Estocolmo, éstos aportaban un plus de identidad que precisamente era el que protagonizaba los mejores momentos de la obra, salvo excepciones que ya remarcaré pero que no quitan mérito, por saber “robarles inspiración” directamente a los mismísimos dioses que alumbraron el Paranoid (ya avisaré cuando ello ocurra, todo a su tiempo).
De la cambiante At the Gallows End podríamos destacar el dramatismo de Marcolin, que especialmente está pletórico en ese paso que dará al primer cambio de ritmo. La tan personal épica que resplandece en Samarithan convierte al tema en, si me permiten, una especie de Gethsemane versión tétrica, donde el cantante se entrega absolutamente, emotivo pero poderoso, resonando dentro de esa fastuosa catedral que construyen las guitarras de “Mappe” y “Lasse”, el bajo del jefe Edling y la austera aunque firme cimentación de Jan Lindh a los parches. Arrebatador.
Interesante ese tributo a Chopin redibujando a guitarra su “Marcha Fúnebre” (muy propio), pero cuando los Candlemass ya nos obnubilan definitivamente es con Dark Are the Veils of Death, pues con él llegamos a lo que comentaba sobre Black Sabbath, y es que, si el riff que abre el tema no fue arrancado del cuaderno de campo del mismísimo Tony Iommi quizá fue robado directamente de sus sajonas neuronas por quién sabe qué especie de rito brujeril, pues desde aquí opino con toda seguridad que ese riff que inaugura la pieza y que tan sabiamente irá reapareciendo a lo largo de la misma en sus dosis justas, no tiene NADA que envidiarle a NINGUNO de los que habiten en un Master of Reality por ejemplo. ¡Qué andares más irresistibles, por Metallian! Las tinieblas más vacilonas sin estar por medio un zurdo con dedales de goma, todo un mérito. Ilustre maestro de ceremonias para el tema, codo con codo indecencia y señorío, aunque el otro riff que suele seguirlo tampoco se queda muy atrás que digamos.
La estela Sabbath se nota de nuevo desde las primeras notas y compases de Mourners Lament, así como en la sombría Bewitched, clásico del que existe videoclip y que, como curiosidad, en él aparece el difunto “Dead” de los noruegos Mayhem, además de que veremos a Lars Johansson tocando con la mano escayolada (¡!) y tendremos el extraño honor de conocer el careto y pelete del cantante, que sin ánimo de ofender a su madre es como si el doctor Moreau hubiera mezclado en su isla los genes de Gary Moore con los de la Salchicha Peleona. Por otra parte, el director del clip fue Jonas Åkerlund, pero por entonces podría haber sido perfectamente Alaska para meterlo en La Bola de Cristal. Entrañablemente cutre, y no se pierdan el desfile a headbanging que se marcan al final recorriendo el cementerio (entre la comitiva estaría el mentado “Dead”, así que ya sabemos por qué se suicidó).
Volviendo a la música y para no hacer más pupa, sin duda el mejor solo de todo el álbum es el incrustado en este corte como segundo punteo, sometido a la ingravidez de la base rítmica en un cambio de tercio memorable, retorciéndose la guitarra de Lars entre escalas arabescas para gozo y erizamiento nuestro. El estribillo, pese a su simpleza, no sólo no se olvida, sino que no parará de hacer carambolas dentro de tu caja craneana una vez terminado el álbum. Como una sórdida letanía.
Después del outro instrumental Black Candles, donde una vez más Candlemass demostraban lo bien que hermanaron el Heavy de la época con la umbra que caracterizaría al género Doom, el disco se despide de nosotros muriendo poco a poco hasta apagarse por completo esas velas negras, y en nosotros queda la sensación de haber asistido a todo un rito iniciático que no deberíamos dudar en revisitar, pues siempre podrán volverse a encender aquellas velas y recordar por qué senderos fue abriéndose paso, viviente y doliente, la rama más otoñal y triste de nuestra música.
Fuiste parte de este ritual, no hay vuelta atrás, estás embrujado. You are bewitched...
Messiah Marcolin: Voz
Mats "Mappe" Björkman: Guitarra rítmica
Lars "Lasse" Johansson: Guitarra solista
Leif Edling: Bajo, letras
Jan Lindh: Batería